No hay nada como salir de un bache. Un bache de esos que te hunden hasta lo más hondo de ti misma, y te hacen pensar y pensar, hasta que llegas a la conclusión de que todo es cuestión de reacción y de orgullo.
Hay miles de problemas que hacen que nos hundamos hasta sentir que nuestra cabeza toca las plantas de nuestros propios pies, el mío fue querer dominar todo, hasta el punto de no dejar que él mismo se hiciera la maleta cuando me dijo: “se acabó, me marcho.” Simplemente, tenía miedo a que aquello llegara, y cuando sucedió no me lo quise creer.
Llegué al punto de tener la sensación de que lloraba más por rutina, que por sentir la pérdida y el abandono.
Recuerdo que estuve sesenta y tres días exactos llorando día sí y día también, sesenta y tres noches acompañando esos días… Había perdido aquello que más necesitaba.
Y sólo tenía ganas de escuchar su voz diciéndome: “eres especial, eres diferente al resto, te quiero, te necesito”.
El mundo entero se me vino encima, y yo no podía sostenerlo encima de mi cabeza.
Había dejado mi amor propio, mi alter ego y mi aplastante orgullo, perdidos en mi camino, un camino en el que cada poco tiempo me paraba a mirar hacia los lados, y hacia atrás, en el que no conseguía divisar el final… Durante aquellos sesenta y tres días, no me alcanzaba la vista.
Una mañana cualquiera, después de una noche más, después de sesenta y tres noches, mientras lloraba sentada en la alfombra de enfrente de mi cama, tras un suspiro, cambié las lágrimas por silencio; un silencio sereno y maduro, cambié la desesperación por paz interior. Me quité el miedo de golpe, un miedo dormido bajo mi piel.
Una mañana cualquiera, sentí que era hora de ser valiente, era hora de seguir adelante con mi vida, de besarme y quererme como antaño había hecho…Así que, volví a tomar aire, recogí mi orgullo esparcido por el suelo y me lo espolvoreé sobre mis hombros.
Me coloqué frente al espejo, me vi reflejada en él como hacía muchos días que no me veía; vi una mujer entera, segura, una mujer orgullosa de ser quien era, capaz de mirar por encima del hombro de cualquiera, por encima de su hombro…
Sentía nacer la fuerza de mi estómago, había sacado en claro de todo aquello, que también sabía querer, sabía amar, entregarme y confiar; también supe que, a partir de ese instante, que no iba a dar jamás mi amor a la ligera.
Creo que en mí hay un demonio y un ángel, y que en cada instante, tiran de mí en direcciones opuestas, sé que puedo amar y odiar a una misma persona en menos de tres segundos, que puedo anhelar la lluvia y detestar que llueva; no tener vergüenza y ser tímida, criticar cosas que yo misma hago; idolatrarme o desear ser otra persona, también, que puedo llorar de alegría y reír para ocultar mi tristeza, aborrecer a la persona que más quiero, incluso buscar inspiración sin encontrarla, o hallarla en la clase de historia,…También sé que cuando me enamoro, me enamoro hasta los huesos, hasta teñir mis propias entrañas de rosa, sin medida alguna.
Cuando pienso en lo pasado, cuando pienso en él y en mí, desearía no haberlo conocido nunca… Pero recuerdo verle bajando las escaleras, y antes de que pudiera llegar al último peldaño, ya me había enamorado. ¿Quién hubiera podido parar el tiempo en esos instantes? Hoy mi ropa, mis manos, mi cuello, mi pelo… huelen a él, y mi perfume, es el del último beso que le di.
No dejo de preguntarme cómo será mi futuro, no dejo de preguntarme qué pasará en apenas una semana, o unos días, o en las horas próximas... Pero puedo asegurar que ya no me produce la misma sensación escuchar su nombre, y eso hace que me sienta mejor conmigo misma, y mañana otro día claro vendrá.